Candidatos que pregonan un patriotismo de jaulas. Juristas que confunden la justiciacon el castigo. En la España de hoy necesitamos la mirada de Concepción Arenal.
SI HOY EN DÍA entrevistasen a Concepción Arenal (1820-1893) en un informativo de amplia audiencia, o le dieran cancha en un debate televisado, le lloverían piedras. Sus propuestas civilizadoras, sus críticas a la ruindad y miserias del sistema judicial y penitenciario, su reformismo social y feminista serían objeto de mofa y linchamiento en las redes. Sería quemada en efigie por el fanatismo mediático. Montañas de memes y comentarios estupefacientes se abalanzarían sobre su principio humanitario: “Odia al delito y compadece al delincuente”. Toneladas de groserías tratarían de oscurecer inteligentes aforismos que siguen emitiendo luz: “Todo lo que endurece, desmoraliza”. El ruido reaccionario o el silencio selectivo intentarían acallar la inconfundible naturaleza de lo que suena cierto: “Las malas leyes hallarán siempre, y contribuirán a formar, hombres peores que ellas, encargados de ejecutarlas”. Esta última anotación parece escrita justo en la noche del 6 de noviembre de 2018, cuando el Tribunal Supremo hipotecó la balanza de la justicia española.
A los 21 años, Concepción Arenal, nacida en Ferrol, se vistió de varón, se cortó el pelo y se cubrió con sombrero y capa para poder estudiar Derecho en la Universidad Central de Madrid. Fue descubierta. El rector le permitió seguir en la Facultad, pero en un régimen “penitenciario”: un familiar la acompañaba hasta la puerta, un bedel la escoltaba hacia un cuarto solitario y el profesor de turno la conducía a clase, donde permanecía en lugar aparte. No le debía faltar ironía a Concepción Arenal, que, pese a su feminismo y espíritu sufragista, recomendó a las mujeres hacer dos excepciones en la lucha por la igualdad. No dedicarse ni a la milicia ni a la política, cosas de machos, el poder viril como afán de mandar y dominar: “Tienen inclinaciones de sultán, reminiscencias de salvaje y pretensiones de sacerdote”.
La valiente era ella. No quería dominar, quería saber. Otra vez Eva. El pecado original es la libertad. ¡Viva el pecado original! La humanidad surge de ese acto de desobediencia. Eva arriesga porque no acepta la ignorancia, mirar para otro lado. Adiós al paraíso de cartón piedra, adiós al parque temático del conformismo. A su manera, Concepción Arenal reactiva ese acto fundacional de la humanidad. Esa muchacha aislada en la Facultad, observada como un lepidóptero, vigilada como un pecado, es en sí misma un acto de desobediencia. Pero, por otra parte, tal vez intuye que es esperada. Que será bienvenida al otro lado. En una España que sufre la injusticia y el maltrato. Y va a atreverse a decir lo impronunciable. A mirar lo que no se puede ver. Los inframundos ocultos de las prisiones y la pobreza extrema. Donde las grandes palabras, como redención, amor, piedad, compasión, no digamos ya derechos o libertades, tañen con un badajo de sarcasmo.
Su reformismo era un reformismo eficaz. Moderada en las formas, revolucionaria en el fondo. Con esos dos pilares de la conciencia feminista y la permanente inquietud por los más olvidados, los que sufrían prisión. Fue muy atacada por la gente carca. Tal vez lo que más les irritaba era que su activismo, y su coraje, fuera de inspiración cristiana. Y que, siendo católica, colaborase en la obra emancipadora de la Institución Libre de Enseñanza, ese espacio de librepensamiento que desquiciaba al paleoconservadurismo. Concepción practicó una teología de la liberación del siglo XIX. También en eso fue eficaz. En poner en evidencia el estado de hipocresía vigente.
Somos lo que recordamos y somos lo que olvidamos. Así que es de agradecer el renovado interés por esta precursora postergada. Una obra que abre el mejor paso para este redescubrimiento es la reciente biografía, Concepción Arenal: la caminante y su sombra, de Anna Caballé. Es un buen síntoma. Hay gente que merece existir en presente recordado. Y en la España de hoy necesitamos la mirada de Concepción Arenal.
Vivimos en un ambiente cargado del populismo punitivo. Los dirigentes políticos incapaces de desatar nudos conflictivos, empezando por los de los propios zapatos, no hablan el lenguaje de la justicia sino del castigo. Esos candidatos que pregonan un patriotismo de jaulas. Juristas que vuelven a flirtear con el peligroso “derecho penal del enemigo”, lo que se percibe, por ejemplo, en el tratamiento a los encausados por el procés catalán.
Son tantos los que gritan “¡Cárcel, cárcel, cárcel!” que solo tengo esperanza en el pecado original.
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