15 abr 2020

LA PANDEMIA DESDE LA OPTICA DE IVAN ILLICH

Preguntas sobre la pandemia actual desde el punto de vista de Ivan Illich
David Cayley

Escritor y locutor canadiense.

Artículo original publicado en su blog el 8 de abril.

La semana pasada comencé un ensayo sobre la pandemia actual en el que traté de abordar lo que considero que es la pregunta central que plantea: ¿Es la única opción que tenemos el esfuerzo masivo y costoso para contener y limitar el daño que el virus provocará? ¿Se trata de un ejercicio obvio e inevitable de prudencia emprendido para proteger a los más vulnerables? ¿O es un esfuerzo desastroso por mantener el control de lo que obviamente está fuera de control, un esfuerzo que agravará el daño causado por la enfermedad con nuevos problemas que repercutirán en el futuro? No había escrito durante bastante tiempo hasta que comencé a darme cuenta de que muchas de las suposiciones que estaba haciendo estaban muy alejadas de las que se expresaban a mi alrededor. Estas suposiciones provenían principalmente, reflexioné, de mi prolongado diálogo con el trabajo de Ivan Illich. Lo que esto me sugería era que, antes de poder hablar de manera inteligible sobre nuestras circunstancias actuales, primero tendría que esbozar la actitud hacia la salud, la medicina y el bienestar que Illich desarrolló durante toda una vida de reflexión sobre estos temas. En consecuencia, en lo que sigue, comenzaré con un breve resumen de la evolución de la crítica de Illich a la biomedicina y luego trataré de responder a las preguntas que acabo de plantear…

Al comienzo de su libro La convivencialidad (1973), Illich describió lo que él pensaba que era el curso típico del desarrollo seguido por las instituciones contemporáneas, usando la medicina como ejemplo. La medicina, dijo, había pasado por “dos grandes ríos”. El primero lo cruzó en los primeros años del siglo XX cuando los tratamientos médicos se volvieron demostrablemente efectivos y los beneficios comenzaron -por lo general- a superar a los daños. Para muchos historiadores médicos, este es el único marcador relevante: a partir de ese momento, el progreso avanzaría indefinidamente y, aunque pudieran darse retrocesos, en principio no habría un punto en el que el progreso se pudiera detener. Esto no era lo que defendía Illich. Él planteó la hipótesis de un segundo río, que pensó que ya se estaba cruzando e incluso sobrepasando en el momento en que él escribía. Supuso que más allá de esta segunda ribera, lo que él llamó contraproductividad se establecería: la intervención médica comenzaría a derrotar a sus propios objetos, generando más daño que bien. Esto, argumentó, era característico de cualquier institución, bien o servicio: se podía identificar un punto en el que había suficiente y, después de cual, todo sería demasiado. La convivencialidad fue un intento de identificar estas “escalas naturales”, la única búsqueda general y programática de una filosofía de la tecnología que Illich emprendió.

Dos años más tarde en Némesis Médica, más tarde retitulado en su edición final y más completa como Límites a la Medicina, Illich intentó exponer en detalle los productos y los daños que causa la medicina. En general, fue favorable a las innovaciones a gran escala en salud pública que nos han brindado buena comida, agua segura, aire limpio, eliminación de aguas residuales, etcétera. También elogió los esfuerzos que se estaban realizando en China y Chile para establecer un conjunto de herramientas médicas básicas y una farmacopea que estuviera disponible y fuera asequible para todos los ciudadanos, en lugar de dejar que la medicina desarrollara productos de lujo que permanecerían para siempre fuera del alcance de la mayoría. Pero el punto principal de su libro era identificar y describir los efectos contraproducentes que sentía que se volvían evidentes a medida que la medicina cruzaba su segunda ribera. Denominó a estas consecuencias de demasiada medicina como iatrogénesis, y las abordó bajo tres encabezados: clínica, social y cultural. El primero lo entiende, ahora, todo el mundo: obtienes el diagnóstico incorrecto, el medicamento incorrecto, la operación incorrecta, te enfermas en el hospital, etcétera. Este daño colateral no es trivial. En un artículo en la revista canadiense The Walrus, “Los errores de sus caminos”, de abril de 2012, Rachel Giese estimó que el 7,5% de los canadienses ingresados ​​en hospitales cada año sufren al menos un “evento adverso” y 24.000 mueren como resultado de errores médicos. Casi al mismo tiempo, Ralph Nader, en Harper’s Magazine, sugirió que el número de personas que mueren anualmente en los Estados Unidos como resultado de errores médicos evitables es de alrededor de 400.000. Se trata de un número impresionante, incluso si es exagerado -la estimación de Nader es dos veces más alta per cápita que la de The Walrus- pero este daño accidental no fue, de ninguna manera, el foco de Illich. Lo que realmente le preocupaba era la forma en que el tratamiento médico excesivo debilita las aptitudes sociales y culturales básicas.

Un ejemplo de lo que llamó iatrogénesis social es la forma en que el arte de la medicina, en la que el médico actúa como sanador, testigo y consejero, tiende a dar paso a la ciencia de la medicina, en la que el médico, como científico, debe, por definición, tratar a su paciente como un sujeto experimental y no como un caso único. Y, finalmente, está la última ‘lesión’ que inflige la medicina: iatrogénesis cultural. Esto ocurre, dijo Illich, cuando las habilidades culturales, desarrolladas y transmitidas a lo largo de muchas generaciones, se debilitan primero, y, luego, gradualmente, se reemplazan por completo. Estas habilidades incluyen, sobre todo, la voluntad de sufrir y soportar la propia realidad y la capacidad de morir la propia muerte. El arte del sufrimiento estaba siendo eclipsado, argumentó, con la expectativa de que todo sufrimiento puede y debe ser aliviado de inmediato, una actitud que, de hecho, no termina con el sufrimiento sino que lo deja sin sentido, convirtiéndolo simplemente en una anomalía o un error técnico involuntario. Y, finalmente, la muerte estaba pasando de ser un acto íntimo y personal, algo que cada uno puede enfrentar, a convertirse en una derrota sin sentido, un mero cese del tratamiento o una «desconexión», como a veces se dice sin corazón. Detrás de los argumentos de Illich yace una actitud cristiana tradicional. Afirmó que el sufrimiento y la muerte son inherentes a la condición humana, son parte de lo que define esta condición. Y argumentó que la pérdida de esta condición implicaría una ruptura catastrófica tanto con nuestro pasado como con nuestro propio ser. Mitigar y mejorar la condición humana era bueno, dijo. Perderla por completo es una catástrofe porque solo podemos conocer a Dios como criaturas, es decir, seres creados o dados, no como dioses que se han hecho cargo de su propio destino.

Némesis Médica es un libro sobre el poder profesional, un aspecto en el que vale la pena detenerse por un momento en vista de los poderes extraordinarios que actualmente se están confiriendo en nombre de la salud pública. Según Illich, la medicina contemporánea, en todo momento, ejerce poder político, aunque ese carácter puede estar oculto tras la afirmación de que todo se hace en nombre del “cuidado”. En la provincia de Ontario donde vivo, la “atención médica” actualmente supone algo más del 40% del presupuesto del Gobierno, lo que debería dejar suficientemente claro el argumento. Pero este poder cotidiano, por grande que sea, puede expandirse aún más con lo que Illich llama “la ritualización de la crisis”. Esto confiere a la medicina “una licencia que normalmente solo los militares pueden reclamar”. Él continúa:

Bajo el estrés de la crisis, el profesional que se supone que está al mando puede presuponer fácilmente una inmunidad de las reglas ordinarias de justicia y decencia. A quien se le asigna el control sobre la muerte deja de ser un humano normal… Debido a que forman una frontera encantada que no pertenece a este mundo, el espacio de tiempo y el espacio comunitario reclamados por la empresa médica son tan sagrados como sus contrapartes religiosas y militares.

En una nota al pie de este pasaje, Illich agrega que “el que con éxito reclama el poder en una emergencia suspende y puede destruir cualquier evaluación racional». La insistencia del médico en su capacidad exclusiva para evaluar y resolver crisis individuales lo traslada simbólicamente al vecindario de la Casa Blanca”. Aquí hay un sorprendente paralelismo con la afirmación del jurista alemán Carl Schmitt en su Teología política de que el sello distintivo de la verdadera soberanía es el poder de “decidir sobre la excepción”. El punto de Schmitt es que la soberanía está por encima de la ley porque en una emergencia el soberano puede suspender la ley, declarar una excepción y gobernar en su lugar como la fuente misma de la ley. Este es precisamente el poder que Illich dice que el médico “reclama… en una emergencia”. Circunstancias excepcionales lo hacen “inmune” a las “reglas ordinarias” y le da capacidad para hacer nuevas según lo dicte el caso. Pero hay una diferencia interesante y, para mí, reveladora entre Schmitt e Illich. Schmitt está paralizado por lo que él llama “lo político”. Illich se da cuenta de que gran parte de lo que Schmitt llama soberanía ha escapado o ha sido usurpado del reino político y reinvertido en varias hegemonías profesionales.

Diez años después de la publicación de Némesis Médica, Illich revisitó y revisó su argumento. No renunció, de ninguna manera, a lo que había escrito anteriormente, pero sí lo amplió de manera bastante dramática. En su libro, explicaba, había sido “ciego a un efecto iatrogénico simbólico mucho más profundo: la iatrogénesis del cuerpo mismo”. Había “pasado por alto el grado en que, a mediados de siglo [XX], la experiencia de ‘nuestros cuerpos y nosotros mismos’ se había convertido en el resultado de conceptos y cuidados médicos”. En otras palabras, había escrito en Némesis Médica como si hubiera un cuerpo natural, situado fuera de la red de técnicas mediante las cuales se construye su autoconciencia, y ahora podía ver que no existe tal punto de vista. “Cada momento histórico”, escribió, “se encarna en un cuerpo específico de época”. La medicina no solo actúa en un estado preexistente, sino que participa en la creación de este estado.

Este reconocimiento fue solo el comienzo de una nueva posición por parte de Illich. Némesis Médica se había dirigido a una ciudadanía que se creía capaz de actuar para limitar el alcance de la intervención médica. Ahora hablaba de personas cuya autoimagen estaba siendo generada por la biomedicina. En Némesis Médica había afirmado, en su primera frase, que “el establecimiento médico se ha convertido en una gran amenaza para la salud”. Ahora juzgaba que la mayor amenaza para la salud era la búsqueda de la salud misma. Detrás de este cambio de opinión yacía su sensación de que el mundo, mientras tanto, había sufrido un cambio de época. “Creo”, me dijo en 1988, “que… [ha habido] un cambio en el espacio mental en el que viven muchas personas. Algún tipo de colapso catastrófico de una forma de ver las cosas ha llevado a la aparición de una forma diferente de ver las cosas. El tema de mi escritura ha sido la percepción del sentido en la forma en que vivimos; y, a este respecto, estamos, en mi opinión, en este momento, atravesando un río. No había esperado en mi vida observar este tránsito”. Illich caracterizó “la nueva forma de ver las cosas” como el advenimiento de lo que denominó como “la era de los sistemas” o “una ontología de los sistemas”. La era que veía terminar había estado dominada por la idea de instrumentalidad: usar medios instrumentales, como la medicina, para lograr algún fin o bien, como la salud. La característica de esta época era que había una clara distinción entre sujetos y objetos, medios y fines, herramientas y usuarios, etcétera. En la era de los sistemas, dijo, estas distinciones se han derrumbado. Un sistema, concebido cibernéticamente, lo abarca todo, no tiene afuera. El usuario de una herramienta toma la herramienta para lograr algún fin. Los usuarios de los sistemas están dentro del sistema, ajustando constantemente su estado al sistema, a medida que el sistema ajusta su estado a ellos. Un individuo limitado que busca el bienestar personal da paso a un sistema inmune que recalibra constantemente su límite poroso con el sistema circundante.

Dentro de este nuevo “discurso analítico del sistema”, como lo llamó Illich, el estado característico de las personas es el incorpóreo. Obviamente, esta es una paradoja, ya que lo que Illich llamó “la búsqueda patológica de la salud» puede implicar una preocupación intensa, incesante y virtualmente narcisista sobre el estado corporal de uno. Se puede entender mejor por qué Illich lo concibió como incorpóreo con el ejemplo de “conciencia del riesgo”, a la que él consideró “la ideología religiosa más importante hoy en día”. El riesgo era incorpóreo, dijo, porque “es un concepto estrictamente matemático”. No se refiere a las personas sino a las poblaciones: nadie sabe qué pasará con esta o aquella persona, pero lo que sucederá con el conjunto de esas personas puede expresarse como una probabilidad. Identificarse con este producto estadístico es involucrarse, dijo Illich, en una “auto-algoritmo intensivo”.

Su encuentro más angustiante con esta “ideología religiosamente celebrada” ocurrió en el campo de las pruebas genéticas durante el embarazo. Se produjo a través de su amiga y colega Silja Samerski, que estaba estudiando el asesoramiento genético que es obligatorio para las mujeres embarazadas que están considerando las pruebas genéticas en Alemania -un tema sobre el que luego escribiría en un libro llamado La trampa de la decisión (2015)-. Las pruebas genéticas en el embarazo no revelan nada definitivo sobre el bebé que espera la mujer que se somete a ellas. Todo lo que detecta son marcadores cuyo significado incierto se puede expresar en probabilidades: una probabilidad calculada en toda la población a la que pertenece la persona que se está evaluando, por su edad, sus antecedentes familiares, su etnia, etcétera. Cuando se le dice, por ejemplo, que hay con un 30% de posibilidades de que su bebé tenga este o aquel síndrome, no se le dice nada acerca de sí misma o del fruto de su útero; solo se le dice lo que podría pasarle a alguien como ella. Ella no aprende nada más sobre sus circunstancias reales de lo que revelan sus esperanzas, sueños e intuiciones, pero el perfil de riesgo que se ha determinado para su doppelgänger [doble fantasmagórico] estadístico exige una decisión. La elección es existencial; La información en la que se basa es la curva de probabilidad en la que la persona ha sido clasificada. Illich encontró que esto era un horror perfecto. No era que no pudiera reconocer que toda acción humana es un disparo en la oscuridad, un cálculo prudencial frente a lo desconocido. Su horror fue ver a las personas reconcebirse a sí mismas en la imagen de una construcción estadística. Para él, esto supone un eclipse de la persona ante la población, un esfuerzo por proteger al futuro de alguna revelación imprevista, y una sustitución de la experiencia percibida por modelos científicos. Illich se dio cuenta de que esto estaba sucediendo, no solo con respecto a las pruebas genéticas en el embarazo, sino más o menos en todos los ámbitos de la atención médica. Cada vez más personas actuaban de manera prospectiva, probabilística, de acuerdo con su riesgo. Se estaban volviendo, como bromeó una vez el investigador de salud canadiense Allan Cassels, en “pre-enfermos”, siempre vigilantes y activos contra enfermedades que alguien como ellos podría contraer. Los casos individuales se manejan cada vez más como casos generales, como instancias de una categoría o clase, en lugar de como situaciones únicas, y los médicos se convierten cada vez más en servo-mecanismos de esta nube de probabilidades en lugar de los asesores íntimos atentos a diferencias específicas y significados personales. Esto era lo que Illich quería decir con “auto-algoritmo” o desencarnación.

Una forma de llegar al cuerpo iatrogénico que Illich vio como el efecto principal de la biomedicina contemporánea es volver a un ensayo que fue ampliamente leído y discutido en su entorno a principios de la década de 1990. Llamada «La biopolítica de los cuerpos posmodernos: constituciones del yo en el discurso del sistema inmune», fue escrito por la historiadora y filósofa de la ciencia Donna Haraway y aparece en su libro de 1991 Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature. Este ensayo es interesante no solo porque creo que influyó en el sentido de Illich sobre cómo estaba cambiando el discurso biomédico, sino también porque Haraway, al ver, diría, casi exactamente las mismas cosas que Illich, saca conclusiones que son, punto por punto, diametralmente opuestas. En este artículo, por ejemplo, dice, con referencia a lo que llama “el cuerpo posmoderno”, que “los seres humanos, como cualquier otro componente o subsistema, deben localizarse en una arquitectura de sistema cuyos modos básicos de operación sean probabilísticos , estadística”. “En cierto sentido”, continúa, “los organismos han dejado de existir como objetos de conocimiento, dando paso a los componentes bióticos”. Esto lleva a una situación en la que “ningún objeto, espacio o cuerpo es sagrado en sí mismo; y los componentes pueden interactuar con cualquier otro si el estándar apropiado, el código apropiado, puede construirse para procesar señales en un lenguaje común”. En un mundo de interfaces, donde los límites regulan las “tasas de flujo” en lugar de marcar diferencias reales, “la integridad de los objetos naturales” ya no es una preocupación. “La ‘integridad’ o ‘sinceridad’ del yo occidental”, escribe, “da paso a los procedimientos de decisión, los sistemas expertos y las estrategias de inversión de recursos”.

En otras palabras, Haraway, como Illich, entiende que las personas, como seres únicos, estables y sagrados, se han disuelto en subsistemas autorreguladores provisionales en constante intercambio con los sistemas más grandes en los que están engarzados. En sus palabras, “todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquinas y organismos… el cyborg es nuestra ontología”. La diferencia entre ellos radica en sus reacciones. Haraway, en otra parte del volumen del que proviene el ensayo que he estado citando, emite lo que ella llama su “Manifiesto Cyborg”. Hace un llamamiento a las personas para que reconozcan y acepten esta nueva situación, pero que la “lean” con perspectiva de liberación. En una sociedad patriarcal, no hay una condición aceptable a la que uno pueda esperar regresar, por lo que ofrece “un argumento para el placer en la confusión de límites y para la responsabilidad en su construcción”. Para Illich, en cambio, la “ontología cyborg”, como la llama Haraway, no era una opción. Para él, lo que estaba en juego era el carácter mismo de las personas como seres enaltecidos con un origen divino y un destino divino. Cuando los últimos vestigios de sentido se desvanecieron de la autopercepción corporal de sus contemporáneos, vio un mundo que se había vuelto “inmune a su propia salvación”. “Llegué a la conclusión”, me dijo quejumbrosamente, “de que cuando el ángel Gabriel le dijo a esa niña en la ciudad de Nazaret en Galilea que Dios quería estar en su vientre, señaló un cuerpo que se ha ido del mundo en el que yo vivo”.

La “nueva narrativa de ver las cosas” que se reflejó en la orientación de la biomedicina equivalía, según Illich, a “una nueva etapa de religiosidad”. Utilizó la palabra religiosidad en un sentido amplio para referirse a algo más profundo y más penetrante que la religión formal o institucional. La religiosidad es el territorio en el que nos encontramos, nuestro sentimiento acerca de cómo y por qué las cosas son como son, el horizonte en el que toma forma el significado. Para Illich, la creación o la entrega del mundo fue la base de toda su sensibilidad. Lo que vio venir fue una religiosidad de inmanencia total en la que el mundo es su propia causa y no hay ninguna fuente de significado u orden fuera de él: “un cosmos”, como dijo, “en manos del ser humano”. El bien supremo en un mundo así es la vida y el deber principal de las personas es conservar y fomentar la vida. Pero esta no es la vida de la que se habla en la Biblia, la vida que proviene de Dios, es más bien un recurso que las personas poseen y deben administrar de manera responsable. Su peculiar propiedad es ser al mismo tiempo objeto de reverencia y de manipulación. Esta vida naturalizada, divorciada de su origen, es el nuevo dios. La salud y la seguridad son sus ayudantes. Su enemigo es la muerte. La muerte todavía impone una derrota final pero no tiene otro significado personal. No hay un momento adecuado para morir: la muerte se produce cuando el tratamiento falla o cuando es interrumpido.

Illich se negó a “interiorizar los sistemas en el yo mismo”. No renunciaría a la naturaleza humana ni a la ley natural. “Simplemente no puedo mostrar la certeza”, dijo en una entrevista con su amigo Douglas Lummis, “de que las normas con las que debemos vivir corresponden a nuestra percepción de lo que somos”. Esto lo llevó a rechazar la “responsabilidad por la salud”, concebida como una gestión de sistemas entrelazados. ¿Cómo se puede ser responsable, preguntó, de lo que no tiene sentido, límite ni base? Es mejor renunciar a esas ilusiones reconfortantes y vivir en un espíritu de autolimitación que definió como “renuncia valiente, disciplinada y autocrítica lograda en comunidad”.

Para resumir: Illich, en sus últimos años, concluyó que la humanidad, al menos en su vecindad, había perdido el sentido y desplazó todo a una construcción de un sistema que carece de fundamento para una decisión ética. Los cuerpos en los que la gente vivía y caminaba se habían convertido en construcciones sintéticas tejidas a partir de tomografías y curvas de riesgo. La vida se había convertido en un ídolo cuasirreligioso, presidiendo una “ontología de sistemas”. La muerte se había convertido en una obscenidad sin sentido en lugar de una compañera inteligible. Todo esto lo expresó de manera contundente e inequívoca. No intentó suavizarlo ni ofrecer un reconfortante “por otro lado…”. A lo que asistió fue a lo que sintió que sucedía a su alrededor, y todo lo que le importaba era tratar de registrarlo lo más sensiblemente posible y abordarlo de la manera más sincera posible. El mundo, en su opinión, no estaba en sus manos, sino en las manos de Dios.

La opinión de Illich es claramente reaccionaria, en todos los sentidos habituales de ese término. Quiere retroceder o renunciar a una era de sistemas en la que la unidad primaria de creación, el ser humano, se ha perdido. Él tiene sus raíces en una revelación de la que cree que el mundo se ha alejado, corrompiendo la “vida más abundante” prometida en el Nuevo Testamento en una hegemonía humana tan total y tan claustrofóbica que ninguna intimidad del exterior del sistema puede alcanzar a la mayoría de los reclusos. Él cree que hace mucho tiempo que excedimos el umbral en el que la medicina podría haber aliviado y complementado la condición humana en lugar de abolirla. Considera que gran parte de la humanidad ya no está dispuesta a “soportar… [su] rebelde, desgarrada y desorientada corporalidad” y, en cambio, ha cambiado su arte del sufrimiento y su arte de morir por unos años de esperanza de vida y las comodidades de la vida en una “creación artificial”. ¿Puede tener sentido la actual “crisis” desde este punto de vista? Diría que sí, pero solo en la medida en que podamos alejarnos de las urgencias del momento y tomar tiempo para considerar lo que se revela sobre nuestras disposiciones subyacentes: nuestras “certezas”, como las llamó Illich.

En primer lugar, la perspectiva de Illich apunta a que desde hace algún tiempo hemos estado practicando las actitudes que han caracterizado la respuesta a la pandemia actual. Es sorprendente que ante los eventos que se perciben que han cambiado la historia, o que “cambiaron todo” -como a veces se escucha-, las personas a menudo parecen estar listas de alguna manera para que ocurran o incluso inconsciente o semiconscientemente están esperándolos. Recordando el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el historiador económico Karl Polanyi utilizó la imagen del sonámbulo para caracterizar la forma en que los países de Europa se arrastraron hacia su destino: autómatas que aceptaron ciegamente el destino que habían proyectado sin saberlo. Los hechos del 11 de septiembre de 2001 -11S, como lo conocemos ahora- parecieron ser interpretados y entendidos instantáneamente, como si todos hubieran estado esperando para explicar el significado patente de lo ocurrido: el fin de la “Era de la Ironía”, el comienzo de la Guerra contra el Terror, sea lo que sea. Algo de esto es seguramente un truco de perspectiva por el cual la retrospectiva convierte instantáneamente la contingencia en una necesidad; ya que algo sucedió, suponemos que seguramente sucederá todo el tiempo. Pero no creo que esta sea toda la explicación.

En el corazón de la respuesta al coronavirus ha estado la afirmación de que debemos actuar de manera prospectiva para prevenir lo que aún no ha ocurrido: un crecimiento exponencial de las infecciones, un abrumador crecimiento de los recursos del sistema médico, lo que pondrá al personal médico en la posición de realizar triaje, etcétera. De lo contrario, se dice que para cuando descubramos a qué nos enfrentamos, será demasiado tarde. (Vale la pena señalar, de paso, que esta es una idea no verificable: si tenemos éxito, y lo que tememos no tiene lugar, entonces podremos decir que nuestras acciones lo impidieron, pero nunca sabremos realmente si ese fue el caso). Esta idea de que la acción prospectiva es crucial ha sido aceptada fácilmente, y las personas incluso han competido entre sí a la hora de denunciar a los rezagados que muestran resistencia a ella. Pero actuar de esta manera requiere experiencia en vivir en un espacio hipotético donde la prevención supera a la cura, y esto es exactamente lo que Illich describe cuando habla del riesgo como “la ideología celebrada religiosamente más importante en la actualidad”. Una expresión como “aplanar la curva” puede convertirse en sentido común de la noche a la mañana solo en una sociedad experimentada en “mantenerse por delante de la curva” y en pensar en términos de dinámica de población en lugar de en función de los casos actuales.

El riesgo tiene una historia. Uno de los primeros en identificarlo como la preocupación de esta nueva forma de sociedad fue el sociólogo alemán Ulrich Beck en su libro La sociedad del riesgo (1986). En este libro, Beck retrató la Modernidad tardía como un experimento científico no controlado. Por descontrolado quería decir que no tenemos un planeta libre en el que podamos llevar a cabo una guerra nuclear para ver cómo va, ni una segunda atmósfera que podamos calentar y ahí observar los resultados. Esto significa que la sociedad tecnocientífica es, por un lado, hipercientífica y, por otro, radicalmente no científica en la medida en que no tiene un estándar contra el cual pueda medir o evaluar lo que ha hecho. Hay un sinfín de ejemplos de este tipo de experimento no controlado: desde bebés de probeta y ovejas transgénicas hasta turismo internacional masivo y la transformación de personas en transmisores de comunicaciones. Todos estos ejemplos, en la medida en que tienen consecuencias imprevisibles e impredecibles, ya constituyen una especie de vida en el futuro. Y solo porque somos ciudadanos de la sociedad del riesgo y, por lo tanto, participantes por definición en un experimento científico no controlado, nos hemos convertido, paradójicamente o no, en seres permanentemente preocupados por controlar el riesgo. Como señalé anteriormente, somos tratados y examinados para detectar enfermedades que aún no tenemos, en función de nuestra probabilidad de contraerlas. Las parejas embarazadas toman decisiones de vida o muerte basadas en perfiles probabilísticos de riesgo. La seguridad se convierte en un mantra, -el “lema” se traduce en “estar a salvo”-, la salud se convierte en un dios.

Igualmente importante en la clima actual ha sido la idolatría de la vida y la aversión de su obscena otra, la muerte. Que debemos a toda costa “salvar vidas” no se cuestiona. Esto hace que sea muy fácil comenzar una estampida. Hacer que un país entero “se vaya a casa y se quede allí”, como dijo nuestro primer ministro no hace mucho, tiene costos incalculables e inmensos. Nadie sabe cuántas empresas fracasarán, cuántos empleos se perderán, cuántas personas se enfermarán por la soledad, cuántas reanudarán las adicciones o se golpearán entre ellos en su aislamiento. Pero estos costos parecen soportables tan pronto como el espectro de vidas perdidas aparece en escena. Nuevamente, hemos estado contando vidas durante mucho tiempo. La obsesión con el “número de muertos” de esta última catástrofe es simplemente el otro lado de la moneda. La vida se convierte en una abstracción, un número sin historia.

Illich afirmó a mediados de la década de 1980 que estaba comenzando a conocer personas cuyos “ellos mismos” eran producto de “conceptos y cuidados médicos”. Creo que esto ayuda a explicar por qué el estado canadiense, y los gobiernos provinciales y municipales que lo componen, no han reconocido lo que está en juego actualmente en nuestra “guerra” contra “el virus”. Protegerse detrás de las faldas de la ciencia, incluso donde no hay ciencia, y entregarse a los dioses de la salud y la seguridad les ha parecido una necesidad política. Los que han sido aclamados por su liderazgo, como el primer ministro de Quebec, François Legault, han sido aquellos que se han distinguido por su resuelta consistencia en la aplicación de la sabiduría convencional. Pocos se han atrevido a cuestionar el costo, y cuando esos pocos incluyen a Donald Trump, la autocomplacencia prevaleciente sólo se fortalece, ¿quién se atrevería a estar de acuerdo con él? A este respecto, la repetición insistente de la metáfora de la guerra ha sido influyente: en una guerra nadie cuenta los costos ni calcula quién los está pagando. Primero, debemos ganar la guerra. Las guerras crean solidaridad social y desalientan la disidencia: aquellos que no muestran la bandera pueden mostrar el equivalente de la pluma blanca con la cual se avergonzaba a los no combatientes durante la Primera Guerra Mundial.

En el momento en el que escribo este texto, a principios de abril, nadie sabe realmente lo que está sucediendo. Dado que nadie sabe cuántos tienen la enfermedad, nadie sabe cuál es la tasa de mortalidad: la de Italia actualmente se encuentra en más del 10%, lo que la colocaría en el rango de la gripe catastrófica que se produjo al final de la Primera Guerra Mundial, mientras que la de Alemania está en sobre el 8%, lo que está más en línea con lo que sucede sin estruendo cada año: algunas personas muy mayores y algunas más jóvenes contraen la gripe y mueren. Lo que parece claro, aquí en Canadá, es que, con la excepción de algunos sitios puntuales de verdadera emergencia, la sensación generalizada de pánico y crisis es en gran parte el resultado de las medidas tomadas contra la pandemia y no de la pandemia en sí. Aquí la palabra en sí misma ha jugado un papel importante: la declaración de la Organización Mundial de la Salud de que una pandemia ahora estaba oficialmente en marcha no cambió el estado de salud de nadie, pero sí modificó drásticamente el clima público. Fue la señal que los medios habían estado esperando para introducir un régimen en el que nada más que el virus pudiera ser discutido. En este momento, una historia en el periódico que no se refiere al coronavirus es realmente impactante. Esto genera la impresión de un mundo en llamas. Si no se habla de nada más, pronto parecerá que no hay nada más. Un pájaro, un azafrán, una brisa primaveral pueden comenzar a parecer casi irresponsables: “¿No saben que es el fin del mundo?”, como se pregunta un clásico de la música country. El virus adquiere una relevancia extraordinaria: se dice que hundió el mercado de valores, cerró negocios y generó un temor cercano al pánico, como si estas no fueran consecuencias de acciones de personas sino de la enfermedad misma.

Me pareció emblemático, aquí en Toronto, un titular en The National Post. En un tamaño de fuente que ocupaba gran parte de la mitad superior de la portada, se leía simplemente: PÁNICO. Nada indicaba si la palabra debía leerse como una descripción o una instrucción. Esta ambigüedad es constitutiva de todos los medios de comunicación, e ignorarla es la característica profesional de la deformación del periodista, pero resulta particularmente fácil de ignorar en una crisis certificada. No es el flujo obsesivo de información o la incitación de las autoridades a hacer más lo que ha trastornado el mundo: es el virus el que lo ha hecho. No culpes al mensajero. Un titular en el sitio web STAT del 1 de abril, y no creo que fuera una broma, incluso llegaba a afirmar que el “Covid-19 ha hundido el barco del Estado”. Es interesante, a este respecto, realizar un experimento mental: ¿en qué emergencia nos sentiríamos si no la hubiésemos llamado pandemia y no se hubieran tomado medidas tan estrictas contra ella? Muchos problemas escapan a la atención de los medios. ¿Cuánto sabemos o nos importa la catastrófica desintegración política de Sudán del Sur en los últimos años, o los millones de personas que murieron en la República Democrática del Congo después de la guerra civil en 2004? Es nuestra atención la que constituye lo que consideramos el mundo relevante en cualquier momento dado. Los medios no actúan solos -las personas deben estar dispuestas a focalizar su mirada a donde los medios dirigen su atención-, pero no creo que se pueda negar que la pandemia es un objeto construido que podría haberse construido de manera diferente.

El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, comentó el 25 de marzo que estamos enfrentando “la mayor crisis de atención médica en nuestra historia”. Si se entiende que se refiere a una crisis de salud, me parece una exageración grotesca. Piense en el efecto desastroso de la viruela en las comunidades indígenas, o en una gran cantidad de otras epidemias catastróficas, desde el cólera y la fiebre amarilla hasta la difteria y la poliomielitis. ¿Puede realmente decir que una epidemia de gripe que parece matar principalmente a los ancianos o a aquellos que se vuelven vulnerables por alguna otra condición previa es incluso comparable a la devastación de pueblos enteros? Y todavía, sin precedentes, como el “la mayor» del primer ministro, parece ser la palabra en boca de todos. Sin embargo, si tomamos las palabras del Primer Ministro literalmente, en referencia a la atención médica, y no solo a la salud, el caso cambia. Desde el principio, las medidas de salud pública tomadas en Canadá se han dirigido explícitamente a proteger el sistema de salud de cualquier sobrecarga. Para mí, esto señala una dependencia extraordinaria de los hospitales y una extraordinaria falta de confianza en nuestra capacidad de cuidarnos unos a otros. Ya sea que los hospitales canadienses se inunden o no, una mística extraña y temerosa parece estar involucrada: el hospital y sus cuadros se consideran indispensables, incluso cuando las cosas podrían tratarse de manera más fácil y segura en el hogar. Una vez más, Illich fue profético en su advertencia, en su ensayo Desactivar profesiones, sobre las hegemonías profesionales que minaban las capacidades populares y hacían que las personas dudaran de sus propios recursos.

Las medidas impuestas por “la mayor crisis de atención médica en nuestra historia” han implicado una reducción notable de las libertades civiles. Esto se ha hecho, se dice, para proteger la vida y, de la misma manera, para evitar la muerte. La muerte no solo debe evitarse, sino también mantenerse oculta y sin consideración. Hace años escuché una historia sobre un oyente desconcertado en una de las conferencias de Illich sobre Némesis Médica que luego se dirigió a su compañero y le preguntó: “¿Qué quiere, que la gente muera?”. Quizás a algunos de mis lectores les gustaría hacerme la misma pregunta. Bueno, estoy seguro de que hay muchas otras personas mayores que se unirán a mí para decirme que no quieren ver arruinadas las vidas de los jóvenes para poder vivir uno o dos años más. Pero, más allá de eso, “dejar morir a la gente” es una formulación muy divertida porque implica que el poder de determinar quién vive o muere está en manos de aquel a quien se dirige la pregunta. Los que se imagina que tenemos el poder de “dejar morir” viven en un mundo ideal de información perfecta y dominio técnico perfecto. En este mundo no ocurre nada que no haya sido elegido. Si alguien muere, será porque se le ha “dejado… morir”. El Estado debe, a toda costa, fomentar, regular y proteger la vida: esta es la esencia de lo que Michel Foucault llamó biopolítica, el régimen que ahora sin duda nos gobierna. La muerte debe mantenerse fuera de la vista y de la conciencia. Se le debe negar el significado. Nunca llega el momento de nadie: se les deja ir. El ángel de la muerte puede sobrevivir como una figura cómica en los dibujos animados de Nueva York, pero no tiene lugar en la discusión pública. Esto hace que sea difícil incluso hablar de la muerte como algo más que la negligencia de alguien o, al menos, como un agotamiento final de las opciones de tratamiento. Aceptar la muerte es aceptar la derrota.

Los eventos de las últimas semanas revelan hasta qué punto vivimos totalmente dentro de los sistemas, cuánto nos hemos convertido en poblaciones en lugar de en ciudadanos asociados, cuánto nos gobierna la necesidad de superar continuamente el futuro que nosotros mismos hemos preparado. Cuando Illich escribió libros como Convivencialidad y Némesis Médica, todavía esperaba que la vida dentro de los límites fuera posible. Trató de identificar los umbrales en los que la tecnología debe ser restringida para mantener el mundo en la escala local, sensible y conversable en la que los seres humanos puedan seguir siendo los animales políticos que Aristóteles pensó que estábamos destinados a ser. Muchos otros tuvieron la misma visión, y muchos han intentado en los últimos cincuenta años mantenerla viva. Pero no hay duda de que el mundo del que Illich nos advirtió ha sucedido. Es un mundo que vive principalmente en estados incorpóreos y espacios hipotéticos, un mundo de emergencia permanente en el que la próxima crisis siempre está a la vuelta de la esquina, un mundo en el que el balbuceo incesante de la comunicación ha extendido el lenguaje más allá de su punto de ruptura, un mundo en el que la ciencia sobrecargada se ha vuelto indistinguible de la superstición. ¿Cómo pueden ser ‘compradas’ las ideas de Illich en un mundo que parece haberse alejado del alcance de sus conceptos de escala, equilibrio y significado personal? ¿No debería uno simplemente aceptar que el grado de control social que se ha ejercido recientemente es proporcional y necesario en el sistema inmunitario global del cual somos, en la expresión de Haraway, “componentes bióticos”?

Tal vez, pero hay un viejo axioma político que se puede encontrar en Platón, Thomas More y, más recientemente, en el filósofo canadiense George Grant, que dice que si no puedes lograr lo mejor, al menos evita lo peor. Y las cosas ciertamente pueden empeorar como resultado de esta pandemia. Ya se ha convertido en un lugar común algo ominoso que el mundo no será el mismo una vez que termine. Algunos lo ven como un ensayo y admiten francamente que, aunque esta plaga en particular puede no justificar completamente las medidas que se toman contra ella, estas medidas constituyen un ensayo valioso para plagas futuras y potencialmente peores. Otros lo ven como una “llamada de atención” y esperan que, cuando todo termine, una humanidad castigada comience a alejarse del abismo. Mi temor, y creo que muchos lo comparten, es que esta situación dejará una disposición para aceptar una vigilancia y un control social mucho mayores, más telepantallas y más telepresencia, y una mayor desconfianza. En este momento, todo el mundo describe de manera optimista el distanciamiento físico como una forma de solidaridad, pero también se practica en el respeto mutuo, e incluso a nosotros mismos -“no toques tu cara”- como posibles vectores de enfermedades.

Ya he dicho que el riesgo es una de las certezas que la pandemia está llevando más profundamente a el imaginario popular. Pero esto es fácil de pasar por alto ya que el riesgo se combina tan fácilmente con el peligro real. La diferencia, diría, es que el peligro se identifica mediante un juicio práctico que se basa en la experiencia, mientras que el riesgo es una construcción estadística que se corresponde a una población. El riesgo no deja espacio para la experiencia individual o para el juicio práctico. Sólo te dice lo que sucederá en general. Es un resumen sobre una población, no una imagen concreta de persona alguna, ni una guía sobre el destino de esa persona. El destino es un concepto que simplemente se disuelve frente al riesgo, donde todos están dispuestos, de forma incierta, en la misma curva. Lo que Illich llama “la historicidad misteriosa” de cada existencia, o, más simplemente, su significado, se anula. Durante esta pandemia, la sociedad del riesgo ha alcanzado la mayoría de edad. Esto es evidente, por ejemplo, en la tremenda autoridad que se ha otorgado a los modelos, incluso cuando todos saben que están alimentados por poco más de lo que uno espera que sean conjeturas educadas. Otro elemento que lo ilustra es la familiaridad con la que la gente habla de “aplanar la curva”, como si se tratara de un objeto cotidiano, incluso he escuchado canciones al respecto. Cuando se convierte en un objeto de política pública operar sobre un objeto matemático puramente imaginario, como una curva de riesgo, es seguro que la sociedad del riesgo ha dado un gran salto adelante. Esto, creo, es lo que Illich quiso decir sobre lo incorpóreo: lo impalpable se vuelve palpable, lo hipotético se vuelve real, y el ámbito de la experiencia cotidiana se vuelve indistinguible de su representación en redacciones, laboratorios y modelos estadísticos. Los humanos han vivido, en todo momento, en mundos imaginarios, pero creo que esto es diferente. En el ámbito de la religión, por ejemplo, incluso los creyentes más ingenuos tienen la sensación de que los seres divinos que convocan y abordan en sus encuentros no son objetos cotidianos. En el discurso de la pandemia, todos se familiarizan con fantasmas científicos como si fueran tan reales como las rocas o los árboles.

Otra característica relacionada del panorama actual es el gobierno a través de la ciencia y su complemento necesario: la abdicación del liderazgo político. Este también es un campo de labranza a largo plazo y preparado para plantar. Illich escribió hace casi cincuenta años en La Convivencialidad que la sociedad contemporánea está “aturdida por un engaño sobre la ciencia”. Este engaño toma muchas formas, pero su esencia es construir a partir de las prácticas desordenadas y contingentes de una miríada de ciencias un solo becerro de oro ante el cual todos debemos inclinarnos. Es este espejismo gigante el que generalmente se invoca cuando se nos indica que “escuchemos a la ciencia” o que nos digan lo que “muestran los estudios” o “la ciencia dice”. Pero no existe “la ciencia”, solo las ciencias, cada una con sus usos únicos y sus limitaciones únicas. Cuando “la ciencia” se abstrae de todas las vicisitudes y sombras de la producción de conocimiento, y se eleva a un oráculo omnisciente cuyos sacerdotes pueden ser identificados por sus atuendos, sus posturas solemnes y sus impresionantes credenciales, el que sufre, en opinión de Illich, es el juicio político. No hacemos lo que parece bueno para nuestro rudo y simple criterio sobre cómo están las cosas aquí en la tierra, sino sólo lo que se puede disfrazar como lo que dice la ciencia. En un libro llamado Rationality and Ritual, el sociólogo de ciencias británico Brian Wynne estudió una investigación pública realizada por un juez de la Corte Suprema británica en 1977 sobre la cuestión de si una nueva planta debería agregarse al complejo de energía nuclear británico. Wynne muestra cómo el juez abordó la pregunta como algo que la “ciencia” respondería: ¿es seguro? -sin necesidad de consultar principios morales o políticos-. Este es un caso clásico del desplazamiento del juicio político hacia la Ciencia, concebido a lo largo de las líneas míticas que bosquejé anteriormente. Este desplazamiento ahora es evidente en muchos campos. Una de sus características distintivas es que las personas, pensando que la “ciencia” sabe más de lo que saben ellos, imaginan que saben más de lo que saben. Ningún conocimiento real necesita respaldar esta confianza. Los epidemiólogos pueden decir con franqueza, como muchos han dicho, que, en el presente caso, hay muy poca evidencia sólida para avanzar, pero esto no ha impedido que los políticos actúen como si fueran simplemente el brazo ejecutivo de [la revista] Science.

En mi opinión, la adopción de una política de semi-cuarentena para aquellos que no están enfermos, una política que puede tener consecuencias desastrosas en el futuro en empleos perdidos, negocios fallidos, personas angustiadas y gobiernos asfixiados por la deuda, es una decisión política y debe ser discutida como tal. Pero, en este momento, las amplias faldas de Science protegen a todos los políticos. Tampoco habla nadie de decisiones morales inminentes. La ciencia decidirá.

En sus últimos escritos, Illich introdujo, pero nunca desarrolló realmente, un concepto que llamó “sentimentalismo epistémico”, no es una frase pegadiza, sin duda, pero creo que arroja luz sobre lo que está sucediendo actualmente. Su argumento, en resumen, es que vivimos en un mundo de “sustancias ficticias” y de “fantasmas generados por la administración” -cualquier cantidad de bienes nebulosos, desde la educación definida institucionalmente hasta la “búsqueda patogénica de la salud”, podría servir de ejemplo- y que en este “desierto semántico lleno de ecos confusos” necesitamos “un poco de fetiche de prestigio” para servir como una «manta de Linus» [en referencia al personaje de Snoopy]. En el ensayo que he estado citando la “vida” es su principal ejemplo. El “sentimentalismo epistémico” se adhiere a la Vida, y la Vida se convierte en el estandarte bajo el cual los proyectos de control social y sobredimensionamiento tecnológico adquieren calidez y brillo. Illich llama a esto sentimentalismo epistémico porque involucra objetos construidos desde el conocimiento que luego se naturalizan bajo los amables auspicios del “prestigioso fetiche”. En el presente caso, estamos salvando frenéticamente vidas y protegiendo nuestro sistema de atención médica. Estos objetos nobles permiten un torrente de sentimientos que es muy difícil de resistir. Para mí se resume en el tono casi insoportablemente untuoso en el que nuestro Primer Ministro se dirige a nosotros a diario. ¿Pero quién no está en una agonía de preocupación? ¿Quién no ha dicho que nos estamos evitando unos a otros debido a la profundidad de nuestro cuidado mutuo? Este es un sentimentalismo epistémico no solo porque nos supera y hace que una realidad fantasmal parezca humana, sino también porque oculta las otras cosas que están sucediendo, como el experimento masivo de control y conformidad social, la legitimación de la telepresencia como modo de sociabilidad y de instrucción, el aumento de la vigilancia, la normalización de la biopolítica y el refuerzo de la conciencia del riesgo como base de la vida social.

Otro concepto que creo que Illich aporta a la discusión actual es la idea de “equilibrios dinámicos” que desarrolla en La Convivencialidad. Esta idea me llegó recientemente mientras leía una refutación de la posición disidente del filósofo italiano Giorgio Agamben sobre la pandemia. Agamben había escrito anteriormente en contra de la inhumanidad de una política que permite que las personas mueran solas y luego prohíbe los funerales, argumentando que una sociedad que pone la «nuda vida» por encima de la preservación de su propia forma de vida ha aceptado lo que equivale a un destino peor que la muerte. La colega filósofa Anastasia Berg, en su respuesta, expresa respeto por Agamben, pero luego afirma que ha perdido el rumbo. La gente está cancelando los funerales, aislando a los enfermos y evitándose unos a otros no porque la mera supervivencia se haya convertido en el todo y en el fin único de la política pública, como afirma Agamben, sino en un espíritu de sacrificio amoroso que Agamben es demasiado obtuso y teórico para apreciar. Las dos posiciones parecen totalmente opuestas, y parece que hay que elegir entre la una o la otra. Uno ve el distanciamiento social, con Anastasia Berg, como una forma de solidaridad paradójica y sacrificada, o uno lo ve con Agamben como un paso fatídico hacia un mundo donde las formas de vida heredadas se disuelven en un espíritu de supervivencia a toda costa. Lo que Illich intentó argumentar en La Convivencialidad es que las políticas públicas siempre deben lograr un equilibrio entre dominios opuestos, racionalidades opuestas, virtudes opuestas. Todo el libro es un intento de discernir el punto en el que las herramientas útiles, herramientas para la convivencia, se convierten en herramientas que son fines en sí mismas y comienzan a dictar los comportamiento a sus usuarios. Del mismo modo, trató de distinguir el juicio político práctico de la opinión experta, el discurso casero de las piezas de los medios de comunicación, las prácticas vernáculas de las normas institucionales. Desde entonces, muchos de estos intentos de distinción se han ahogado en el monocromo del “sistema”, pero la idea aún puede ser útil, creo. Nos anima a hacer la pregunta, ¿qué es suficiente?, ¿dónde está el punto de equilibrio?

En este momento, esta pregunta no se hace porque los bienes que buscamos generalmente se consideran ilimitados: no podemos, por suposición, tener demasiada educación, demasiada salud, demasiada ley o demasiado de cualquiera de los otros servicios básicos institucionales en los que centramos nuestra esperanza y nuestra sustancia. Pero, ¿y si se reviviera la pregunta? Esto requeriría que preguntemos de qué manera Agamben podría estar en lo cierto, mientras permitimos el punto de Berg. Quizás se pueda encontrar un punto de equilibrio. Pero esto requeriría cierta capacidad para mantener una mente compartimentada -el verdadero sello del pensamiento, según Hannah Arendt-, así como la reanimación del criterio político. Tal ejercicio de criterio político implicaría una discusión de lo que se está perdiendo en la crisis actual, así como de lo que se está ganando. ¿Pero quién delibera en una emergencia? Movilización total -preocupación total-, la sensación de que todo ha cambiado -la certeza de vivir en un estado de excepción en lugar de en el tiempo ordinario-… todas estas cosas van en contra de la deliberación política. Se trata de un círculo vicioso: no podemos deliberar porque estamos en una emergencia y estamos en una emergencia porque no podemos deliberar. La única forma de salir del círculo es, por cierto, la forma creada por suposiciones que se han vuelto tan arraigadas que parecen obvias.

Illich tuvo la sensación, durante los últimos veinte años de su vida, de que estábamos en un mundo inmerso en «una ontología de sistemas», un mundo inmune a la gracia, alejado de la muerte y totalmente convencido de su deber de gestionar cada eventualidad: un mundo, como lo dijo una vez, en el que “las abstracciones emocionantes y cautivadoras se han extendido sobre la percepción del mundo y del yo como fundas de almohadas de plástico”. Tal punto de vista no se presta fácilmente a las prescripciones políticas. La política se hace en el momento de acuerdo con las exigencias del momento. Illich hablaba de modos de pensar y de sentir que se habían infiltrado en las personas a un nivel mucho más profundo. En consecuencia, espero que nadie que haya leído hasta aquí piense que he estado haciendo propuestas de políticas fáciles en lugar de tratar de describir un destino que todos compartimos. Aún así, mi visión de la situación es probablemente bastante evidente por lo que he escrito. Creo que de este túnel en el que hemos entrado, de distanciamiento físico, aplanamiento de la curva, etcétera, será muy difícil de salir: o bien lo cancelamos pronto y enfrentamos la posibilidad de que todo haya sido en vano, o lo extendemos y creamos daños que pueden ser peores que las bajas que hemos evitado. Esto no quiere decir que no debamos hacer nada. Es una pandemia. Pero habría sido mejor, desde mi punto de vista, intentar continuar y utilizar la cuarentena selectiva para los enfermos testados y sus contactos. Cerrar los estadios de béisbol y las grandes pabellones de hockey, por supuesto, pero también mantener las pequeñas empresas abiertas e intentar espaciar a los clientes de la misma manera que lo hacen las tiendas que han permanecido abiertas. ¿Morirían más por eso? Quizás, pero esto está lejos de ser evidente. Y ese es exactamente mi punto: nadie lo sabe. El economista sueco Fredrik Erixon, director del Centro Europeo para la Economía Política Internacional, planteó lo mismo recientemente en defensa de la actual política de precaución de Suecia sin cierre. “La teoría del encierro”, dice, “no ha sido probada”, lo cual es cierto, y, en consecuencia, “no es Suecia la que está llevando a cabo un experimento de masas. Son todos los demás”.

Pero, para decirlo nuevamente, mi intención aquí no es impugnar la política, sino sacar a la luz las certezas prácticas que hacen que nuestra política actual parezca incontestable. Déjenme tomar un ejemplo final. Recientemente, un columnista del periódico de Toronto sugirió que la emergencia actual puede interpretarse como una elección entre “salvar la economía” o “salvar a la abuela”. En esta figura, dos certezas principales se enfrentan entre sí. Si tomamos estos fantasmas como cosas reales en lugar de como construcciones cuestionables, solo podemos terminar fijando un precio a la cabeza de la abuela. Quiero discutir, para tratar de pensar y hablar de una manera diferente. Tal vez las elecciones imposibles planteadas por el mundo del modelaje y la gestión son una señal de que las cosas se están enmarcando de manera incorrecta. ¿Hay alguna manera de pasar de la abuela como “variable demográfica” a una persona que pueda ser consolada y acompañada hasta el final de su camino; desde la economía como la máxima abstracción hasta la tienda en la calle en la que alguien ha invertido todo lo que tiene y que ahora lo puede perder? En la actualidad, «la crisis» mantiene a la realidad como rehén, cautiva en su sistema cerrado y sin aire. Es muy difícil encontrar una forma de hablar en la que la vida sea algo diferente y más que un recurso que cada uno de nosotros debe administrar, conservar y, finalmente, guardar de manera responsable. Pero creo que es importante analizar detenidamente lo que ha salido a la luz en las últimas semanas: la capacidad de la ciencia médica para «decidir sobre la excepción» y luego tomar el poder; el poder de los medios para rehacer lo que se percibe como realidad, mientras que repudia su propia agencia; la abdicación de la política ante la ciencia, incluso cuando no hay ciencia; la inhabilitación del juicio práctico; el poder mejorado de la conciencia del riesgo; y la aparición de la vida como el nuevo soberano. Las crisis cambian la historia, pero no necesariamente para mejor. Mucho dependerá de lo que se entiende que significó el evento. Si, como consecuencia, las certezas que he esbozado aquí no se ponen en duda, entonces el único resultado posible que puedo ver es que se fijarán con mayor seguridad en nuestras mentes y se volverán obvias, invisibles e incuestionables.

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